viernes, 17 de abril de 2009

GRACIAS NANO_1º PERSONA

El sonido triste de las campanas rompió mi sueño, me puse alerta, eran campanadas de difunto, conté… una, dos, tres… parecían interminables lamentos, eran demasiadas, no coincidían con un hombre o una mujer, según la costumbre del pueblo; me entristecí aún más, aquellas campanadas no coincidentes con lo típico me venían a decir que quien había abandonado esta vida era un ser pequeño, un niño, y, quizá desde mi instinto de padre, sentí dolor.
Hacía más de diez años que me marché de el pueblo y, mira por donde, vuelvo justo en este momento, y para terminar este puto trabajo en el que me empeñé, “costumbres mortuorias de mi pueblo natal” ¡¡¡mierda!!! ¿por qué me tiene que tocar este caso también, me hubiera conformado con lo normal, viejitos y viejitas que han cubierto su cupo existencial, pero no, también esto, aunque, es posible que le dé mucha más profundidad a mi estudio. En fin… saldré a tomar unas notas, es mi trabajo, recuérdalo David, es tu trabajo…
Así comencé aquel día, aquel doloroso día
El viento invernal me hizo encogerme dentro de mi abrigo, busqué con la mirada a un lado y a otro, no sabía por donde ir hasta el sitio donde se estaba produciendo ese terrible drama, decidí que lo mejor sería acercarme hasta la plaza, allí siempre había alguien y, seguro, que sabrían dirigirme.
Cuando vi a aquel anciano, sentado al mediosol de diciembre, cabizbajo, removiendo temblorosamente una foto entre sus manos, comprendí que sería, quizá, el abuelo de la criatura muerta, mis pies no querían llevarme hasta él, quizá era miedo, en ese momento pensé que era, simplemente, una forma de estudio, me quedé observándolo desde lejos, vi como obligaba a sus piernas a levantarse, encorvado, cargando, además de sus muchos años de trabajo en sus huesos, todo el peso de una dura y dolorosa pena; caminaba lento, de vez en cuando sacaba del bolsillo de su pantalón de pana, raída por el paso de los años, un gran moquero blanco que frotaba contra su nariz como si eso le fuera a borrar la pena del rostro, luego apretaba el puño y lo volvía al bolsillo.
Le seguí a distancia, pensando que, en realidad, este sería un gran trabajo de investigación, incluso me sentía orgulloso, no todos los escritores de investigaciones tenían la suerte de ver en directo un caso así, de esta manera intentaba obviar lo que estaba comenzando a sentir, me dolía algo que no alcanzaba a entender, hoy, diría que era el alma.
El anciano se paró frente a la reja, repleta de geranios, de una casa blanca, encalada a la perfección, un pequeño patio, con un caminito de piedras, conducía hasta la puerta, abierta, la semioscuridad interior dejaba, de vez en cuando, ver el ir y venir de mujeres, vestían de luto. Se escuchaban llantos resignados, mi dolor comenzaba a subir de intensidad, el abuelo se sentó en el poyo, al lado de la puerta, las mujeres salían y entraban como las hormigas de un hormiguero, creo que no miraban a ningún sitio y que se movían por inercia. Cuando escuché aquel gemido, aquel grito de dolor de aquella mujer, me acerqué a la ventana, miré, con el sentimiento de estar violando la intimidad de su dolor, y la vi, sentada, con un bebé entre sus brazos, meciéndolo, acunándolo mientras, entre sollozos le canturreaba una, triste, nana.
Sin poderlo remediar, mis ojos comenzaron a derramarse, el dolor de aquella escena me estaba haciendo sentir tantas cosas… me asusté al escuchar la frenada de un coche detrás mío.
Aquel furgón se me hizo mucho más tétrico que de costumbre, los dos hombres, de mono gris, bajaron y se encaminaron a la puerta, una mujer de las que iban y venían corrió al interior, se la escuchaba decir, como en un susurro, “ya están aquí”. Un hombre joven, con el pelo revuelto, los ojos hinchados y, tan encorvado como el abuelo, salió a la puerta, uno de los hombres abrió el portón del furgón y sacó un pequeño féretro color marfil, el otro sacó una corona de flores blancas con un lazo gigantesco en el que se leía TUS PADRES Y HERMANA NO TE OLVIDAN. Con cada uno de los pasos de los hombres de gris, el anciano levantaba la mirada al cielo y volvía a su eterno acariciar la fotografía, el joven de los ojos hinchados, ahora no podía dejar de llorar, se apoyaba contra el quicio de la puerta y golpeaba con el puño la pared.
Volvía a la ventana, allí, unas mujeres vestían al bebé con un sayito tan blanco que parecía un pequeño copo de nieve, sobre el comodín de caoba, parecía un pequeño niño Jesús, de esos que, recordaba, había en la alcoba de mis padre. Mi mente empezó a quejarse, me decía a mi mismo que aquello no estaba bien, que no lo podía utilizar, así que, en el momento en que los hombres colocaban el pequeño cuerpo dentro de aquel ataúd, me derrumbé sobre la acera, solo el llanto desgarrado de la madre, al retirarla de la caja para cerrarla, me hizo volver a la realidad, vi como el hombre joven la cogía de los hombros y la abrazaba, ahora, los dos gemían desconsolados, mis ojos estaban repletos pero no podía dejar de mirar la escena, mi corazón dio un vuelco cuando, una niña, de unos nueve años, se acercó a ellos, les miró y se abrazó a ellos, sus lágrimas eran más dolorosas aún.
Un rumor se levantó, sonaba, al fondo de la calle, una campanilla y unos rezos, llegaban el cura y dos monaguillos, los hombres de la funeraria ya se marchaban, vi como también lloraban al subirse al furgón, a pesar de todo, para ellos también era algo triste, el anciano levantó la mirada hacia el cura y… sin poder contenerse, sacó el puño y golpeó el aire, sus lagrimas mojaron la foto y, como si se tratara de una herida en el papel, sacó su pañuelo y la secó suavemente, luego volvió a besar la foto y su mirada volvió entre sus manos.
Al poco, fueron saliendo mujeres de la casa, todas lloraban, yo… no podía respirar, el pecho me dolía oprimiéndome los pulmones; se colocaron a ambos lados del corto caminito que daba a la calle y el cura y los monaguillos se colocaron frente a la puerta, de la semioscuridad salía el reflejo brillante de la cajita, portada por dos niños y dos niñas vestidos de blanco, una de las niñas era la que había abrazado a los padres, o sea, la hermanita del pequeño cadáver, este pensamiento me dolió, sacudí la cabeza para evitar el volver a derrumbarme, después de hacerle la señal de la cruz sobre la caja, el cura y todo el cortejo partieron calle abajo, el abuelo se levantó, obligándose, parecía que iba a caer en mitad de la calle, no se unió al grupo de gente, se quedó rezagado, caminaba despacio, como no queriendo llegar nunca al destino de aquel viaje, ya en la iglesia, los hombres, acostumbrados, en otros entierros, a permanecer en la puerta, ocuparon toda la parte derecha de la pequeña iglesia, las mujeres al izquierda, con sus velos negros, un coro de niños cantaban un réquiem, que a pesar de sus voces angelicales, a mi se me hizo el réquiem más triste escuchado jamás.
El cementerio se hallaba justo detrás de la iglesia, diez pasos, los diez pasos mas dolorosos de mi vida, los niños portadores del féretro lloraban abiertamente, la madre parecía derrumbarse en cada paso, el padre la abrazaba y lloraba y… el abuelo, ralentizaba sus pasos cada vez más.
Al pie de la tumba, dos hombres vestidos de mono azul, esperaban cabizbajos, sin mediar palabra, rodearon el pequeño féretro con una soga y, mientras el curo rezaba un último responso, fueron bajándolo hasta el fondo de aquel oscuro agujero, miré al cielo, la niña se acercó, llevaba un payasito de trapo y un cuaderno en las manos, se puso al borde de la tumba y soltó el payasito mientras decía “Toma Nano, sin el no podrás dormir”, luego arrancó una hoja del cuaderno “Nano, cuando estés en el cielo, dale a Dios esta carta, y dile que no se olvide de mi, que quiero seguir jugando contigo ¿vale Nano?”, dobló la hoja y la dejó caer, una vez que quedó sobre el féretro, la niña se dio la vuelta y cogió a su madre de la mano, la miró a los ojos y la dijo “Mamá, yo se que Nano hablará con Dios y lo dejará volver, ya lo verás, ya lo verás..”.
Me sentí hundido, la gente comenzó a abandonar el cementerio, los jóvenes padres y la niña, abrazados por un grupo de mujeres, salían mientras de vez en cuando, volvían su mirada hacia la tumba, se senté en una tumba y comencé a llorar, de pronto sentí como una mano cálida se posaba en mi hombro, levanté la mirada, el anciano me miraba con ternura, me acercó la foto que llevaba entre las manos mientras me decía era mi nieto, el NANO, mi pequeña alegría, yo no dejo de preguntarle a Dios, pero el no responde. el anciano se derrumbó a mis pies, lo abracé, después caminamos hasta la plaza sin hablar, el silencio nos unía, yo, un desconocido, había sido el único al que aquel anciano había regalado parte de su dolor, le dejé sentado en el mismo banco donde lo encontré hacía unas horas, comencé a caminar y volví la cabeza para contemplar como aquel continuaba besando la foto, llorando y mirando airado a aquel cielo gris.
Cuando llegué a casa, tras cerrar la puerta, el mundo se me vino encima, todo el dolor se me hizo gigantesco y…, rompí el libreto de notas y decidí acabar con la investigación… (“costumbres mortuorias de mi pueblo natal” FIN) He decidido escribir cuentos para niños, se que lo haré bien, Nano, gracias, tu me has enseñado a ser humano.

1 comentario:

  1. Creo que en primera persona tiene más fuerza; pero como pides críticas, ahí va una: el cuento me parece un poco largo y reiterativo; aunque puede que sea porque a mí, como ya sabes, me gustan los cuentos pequeñitos. Ánimo y sigue escribiendo. Un abrazo.

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