Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. (E.A.Poe)
Nick, me dije, Nicanor Obdulius Francis George Alexander Geofrey III -solo utilizo mi nombre completo en los momentos de encrucijada vital-, Nick, me dije, basta ya de lloriquear como gato sin gatas en el vecindario. ¡Reponte! me sacudí con autoridad.
Los espectros me arrastraban a la celda negra del final del largo pasillo oeste del tercer sótano de la prisión de Loch Lomond, situada en un islote a media milla de la costa en medio de las embravecidas aguas del Mar del Norte. Mientras me llevaban a mis últimas cuatro paredes trabajaba por recomponer mi espíritu y volver a la compostura propia de un noble británico.
Hijo de un Lord venido a menos, era sin embargo un joven apreciado en las tertulias de otros jóvenes de mi rango. no puedo negar que mis frases lapidarias y comentarios respetuosamente irreverentes provocaban la hilaridad de mis comilitones. Y ciertamente que hacía profuso uso de aquellas flatulencias verbales, ya que las reuniones iban aparejadas de buenas viandas y cerveza sin fin. Lo cual era sin duda un agradable contraste a las épocas de ayuno forzoso cuando las tertulias escaseaban.
La agonía y sufrimiento a los que me sometieron fueron atroces, despertando dolor donde creía que era imposible que este existiera. Introduciendo artefactos punzantes y candentes por partes de mi cuerpo que yo desconocía que, cual vainas contrahechas, pero vainas al fin y al cabo, pudieran alojar aquellos instrumentos. Y las articulaciones, sorprendente lo que podían ceder antes de reventar. Y siempre aquellos gritos de “porque” y “quién”. ¿Me los gritaban interrogándome o eran mis propios gritos los que oía?
Desde luego que Cromwell -en el infierno de las ratas calvas se pudra- debía tener poco sentido del humor. Se podía haber reído como todos los demás cuando mencioné el tamaño de su órgano masculino, bueno, también el oficio de su madre y especulé con la salud mental de su desconocido padre... Se podía haber reído, pero no, tuvo que hacerse el ofendido.
Al que se le pasó la risa fue a mí, con todo lo que vino después, no entraré en detalles.
Pero llegados a este momento y lugar, me dije, Nick, carpe diem, aprovecha el momento, saca el mejor partido a la situación y cumple uno de tus sueños más deseados y morbosos de la infancia: formar parte del Club de los Cazadores sin Cabeza. ¡Qué ilusión!
Y entraron en la celda los espectros exponiéndome en una bandeja una cuerda, un arcabuz, un frasco de veneno, un estoque, un cubo de agua y un hacha. He de reconocer que el maestro de verdugos tenía estilo. Evidentemente elegí el hacha; mis planes de futuro estaban decididos. Pero la mala suerte quiso que el hacha no estuviera bien afilada y que al decapitarme quedara unida mi cabeza al tronco por un trozo de piel.
Nick-Casi-Decapitado me llamaron desde entonces. Entenderéis que mi brillante futuro en el Club de los Cazadores sin Cabeza quedó truncado. Una pena. Me contrataron eso sí, como espectro de la escuela Hogwarts de Magia, pero esa ya es otra historia.
domingo, 8 de febrero de 2009
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Me gusta tu relato. Me ha parecido original y está muy bien ligado al inicio que has escogido.
ResponderEliminarEstoy pensando que te voy a demandar por utilizar mi apellido en latín como seudónimo.
Es broma. Un abrazo.
Manolo.