El corazón delator (Edgard Allan Poe)
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco?
…¿quizás por mi afán de conversar con los buzones de correo postal? ¿Qué hay de locura en eso? ¿Acaso se ha parado alguno de ustedes a contemplar la soledad de un buzón de correo? Da tanta pena… que una vez descubierta, la soledad, la soledad digo, es inhumano no sentir la necesidad de ponerle remedio.
Y eso hago, o intento hacer, siempre que puedo. Hablo con ellos y les cuento cosas que nadie les había querido contar antes. Les hablo de las nubes de mayo, que son las más bonitas que hay. Les hablo del olor de los sueños perdidos. Les hablo de cuánto les quiero. Les hablo.
Y mientras les hablo revivo imágenes de tiempos mejores, de cuando ellos me traían besos y caricias. De lo que me gustaba aquello. Besos y caricias. Mi prima Adela. ¡Qué linda era… y qué dulces palabras me escribía!
“Cuando vengas iremos al prado grande con Teresa y cortaremos el ramo más hermoso que puedas imaginar, juntaremos todos los colores de la tierra en un puñado de besos que uniremos con un lazo azul, que ya he comprado, y se lo regalaremos al aya. Y entonces estate atento porque en el momento de dárselo, justo en ese momento, si te fijas bien, verás dos estrellitas brillando en sus ojos. Le lucen siempre que es feliz. Los ojos de los ángeles hacen esas cosas. Después todo lo que te pase será bueno. Ver esas lucecitas te concede deseos. Piénsate bien cuál será el deseo que pedirás, no se te olvide…”
Y luego yo le escribía otra carta interminable para decirle solamente que no estaba muy seguro de qué pediría a los luceros de los ojos del aya Teresa. Y ella me contestaba, y otra vez yo….
¡Qué feliz fui! ¿Cómo puedo ahora olvidar a mis aliados? Yo bajaba la calle corriendo todas las tardes a depositar en el buzón de la esquina la carta diaria para prima Adela, y el buzón me sonreía. Y yo le sonreía a él.
A la mañana siguiente el cartero me entregaba la carta que ella había depositado para mí, junto con otra sonrisa, en un buzón igual al mío. Un buzón lejano. Y yo miraba el sobre con letra perfecta. Y todo era perfecto. Adela. Perfecta.
Y aquella primavera yo vi las nubes más hermosas junto a Adela, tumbados sin prisas en el prado grande entre flores de todos los colores. Y vi brillar esos destellos mágicos en los ojos del aya, y pedí mi deseo. Y volví a casa.
Y los buzones, felices entonces, de pronto un día dejaron de sonreír. Y fue cuando llegó la soledad. La soledad de los buzones. La soledad. Y no puedo soportarla. Y pienso, quizás me equivoque, que como las sonrisas que intercambiábamos antaño, hoy podemos intercambiar las esperanzas, ya he dicho que quizás me equivoque. Pero no piensen por esto que yo estoy loco. No, loco no. Todavía no.
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